Revelaciones (VI)

—Mi historia no empezó de una forma muy distinta a la tuya —comenzó Crisannia—. Mi madre murió para salvarme, y nunca conocí a mi padre. Puede parecerte una infancia triste, pero para una niña rodeada por gente que la considera especial, que la agasaja y que le concede cualquier capricho hay cosas que carecen de importancia... era demasiado joven.
Mei no pudo evitar notar cierto tono de arrepentimiento en aquellas palabras, como si el paso del tiempo le hubiese hecho recapacitar acerca de su comportamiento.
—Además —continuó—, tenía un don. Era capaz de ver el alma de las personas, su ser, y su futuro. Nunca nada es tan fácil como puede parecer a simple vista, pero en esencia era capaz de desentrañar los hilos del tiempo y saber qué planes tenía el Destino.
—¿Eso es posible? —terció Mei, que aunque ya había escuchado por boca de Crisannia la misma afirmación dos veces era reticente a creerla.
Su madre siempre le había hablado del destino no sólo como aquello a lo que todo ser viviente está abocado, sino más bien como una entidad, como si en cierta forma fuese algo con existencia propia.
—El Destino es ineludible para todos. No lo conocemos, pero estamos condenados a seguir sus sendas, a ser simples títeres en su juego. Sin embargo, a veces, permite que la niebla se disipe lo suficiente como para que alguien con los ojos adecuados pueda ver el camino. Con estos ojos.
Un gesto inequívoco hacia las profundidades de la capucha le confirmó a Mei a qué se refería Crisannia. Aunque después de lo vivido en los últimos minutos toda aclaración era innecesaria.
—Aunque, por supuesto, todo tiene un precio, y unas condiciones —prosiguió con tono funesto—. Como portadora de los Ojos del Destino era capaz de desvelar el sino a quienes acudieran a mí, de vaticinar su suerte o su fatalidad, su fortuna, con sólo mirarlos a los ojos. Pero había algo que jamás debía hacer: interferir. Y lo hice. Y recibí mi castigo por ello.
Crisannia se rebulló inquieta en el fondo de su capucha, como si el recuerdo de lo relatado la desasosegara enormemente.
—Desde entonces perdí mi don; como consecuencia todo aquel que me miraba a los ojos moría con una agonía palpable, con un sufrimiento indescriptible. Y todo lo que había sido mi vida estalló en pedazos.
—Hasta que una noche recogí de los brazos aún calientes de una mujer asesinada en un callejón a una pequeña —continuó tras unos segundos de reflexión—. Estaba sola, sin futuro, destinada a morir de frío abandonada en la oscuridad de la noche. Yo estaba destrozada, sin saber siquiera qué sentido tenía mi existencia o por qué seguía viva... y en lo que creí que era un acto de bondad decidí acabar con todo su sufrimiento antes de que se produjese.
En ese punto Crisannia volvió a guardar silencio; pero Mei sabía la pregunta justa que debía hacer a continuación:
—Y, ¿qué viste?
—La vi a ella, y supe su nombre. Se llamaba Yamiko.

No hay comentarios :

Publicar un comentario